De años y segundos bisiestos
Año bisiesto,
pocos huevos en el cesto
Refrán popular
En los primeros pasos del siglo XVII, los astros se conjuraron para que Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega, tres genios de la literatura, murieran un 23 de abril de 1616. Triste coincidencia que ha servido para inmortalizarlos con la celebración en esa fecha, en todo el orbe cultivado, del Día Internacional del Libro. Lástima que el motivo no sea del todo cierto. Porque el bardo inglés no pasó al otro mundo al tiempo que sus dos colegas insignes. En realidad, Shakespeare falleció once días más tarde, aunque no fuera así recogido en su acta de defunción por un motivo burocrático: hacía un par de décadas que Inglaterra y el orbe católico se regían por distintos calendarios levemente desplazados en el tiempo oficial.
El gregoriano había sido promulgado en 1582 por Gregorio XIII en una bula papal bajo la instigación del rey Felipe II y de los sabios astrónomos de la Universidad de Salamanca. Por la influencia de su inductor regio, el nuevo calendario fue adoptado de inmediato en España, Portugal, sus colonias y los principados italianos bajo la égida hispana. Poco después siguieron su modelo otros territorios católicos, principalmente Francia, Polonia y parte del Sacro Imperio Germánico, a los que se fueron sumando los demás. El mundo anglicano, rival antagonista, se resistió a asumir el dictamen de sus enemigos hasta 1750, y aún lo hizo con cierta renuencia, para no complicarse en un mundo cada vez más global sobre el que sus navíos ejercían un creciente dominio. Al consumar el cambio de calendas, en Inglaterra desaparecieron once días como por ensalmo, lo que dio pábulo a protestas airadas entre la población. Muchos hubieron de cambiar la data de sus aniversarios tras acostarse un 3 de septiembre y despertar desconcertados un 13 del mismo mes. “¡Devolvednos nuestros once días!”, bramaban los tories conservadores contra los liberales whigs, que urdieron la reforma. La política, como tantas veces, dispuesta a facilitar la convivencia. Por no hablar de los líos y desazones que comenzaron a infiltrarse en los documentos oficiales, según la fecha se escribiera en el estilo antiguo o en el nuevo.
Con todo, no fueron los ingleses los más perezosos en este menester. El mundo de tradición cristiana ortodoxa, con Rusia a la cabeza, no cedió en su terquedad hasta 1917. Así, mientras para la historia mítica quedó señalada la fecha del 25 de octubre como inicio de la revolución soviética, para el mundo global dicho acontecimiento tuvo lugar el 7 de noviembre. Grecia y Turquía cambiaron de almanaque todavía más tarde, por cuestión nacional, y el calendario musulmán, que se rige por meses de 30 días y años de 355, toma su inicio del año de la Hégira. Hebreos, chinos y budistas aplican a su vez soluciones con singularidades propias para medir el tiempo.
Lejos de ser un devaneo, la progresiva instauración del calendario gregoriano resolvía una cuestión práctica, pero encontró obstáculos por tener un origen religioso. La métrica juliana a la que sucedió, de tiempos de Julio César y determinada por el movimiento aparente del sol, manejaba un año de 365 días, 365 rotaciones de la Tierra sobre su propio eje, más un pequeño apéndice. En esa época se había ya intercalado cada cuatrienio un día de más en el mes de febrero, entre el 23 y el 24, llamado bisiesto (bis sextus dies ante calendas martii, “repetido el sexto día antes del primero de marzo”, el mes inaugural), con lo que se recuperaba el cuarto de día perdido año tras año. Pero no fue bastante: el periodo orbital terrestre, la vuelta completa de nuestro planeta alrededor de su astro, equivale no a 365,25, sino a 365,26 días solares. La pequeña diferencia entre los números abocó a un problema que terminó por devenir en teológico. ¿En qué día acontecía la Pascua, el Domingo de Resurrección, se preguntaban los obispos? En el año 325, los asistentes al Concilio de Nicea la fijaron en el 21 de marzo, el equinoccio de primavera. Ahora bien, la tibia inexactitud del cómputo acumulaba un día entero de retraso cada 128 años, con lo cual en 1582 eran ya diez los rezagados: la fecha pascual se cumplía en un inapropiado 11 de marzo. Los eruditos salmantinos afinaron el cálculo de los restos bisiestos introduciendo varias correcciones: lo serían todos los años múltiplos de cuatro, exceptuados los que terminan en dos ceros (años seculares, como el 1900), salvo si estos últimos son divisibles entre 400. Por ejemplo, el 2000 fue bisiesto, como excepción de la excepción. Este galimatías producía años de 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45,16 segundos, todo un logro de la astronomía de precisión para su tiempo.
Estas aportaciones permitieron mantener aproximadamente firmes las fechas de la Pascua, como también los periodos de inicio de la siembra y la recolección y, poco a poco, el necesario sincronismo de los relojes en la era de las máquinas y del incipiente transporte interurbano en tren. Mas no todo es perfecto, y ni las luces de los aventajados estudiosos salmantinos resolvieron el problema para siempre. El mundo regulado hasta el extremo que nos gobierna hoy entrega su funcionamiento a la exactitud de los relojes atómicos. Estos se rigen tomando la medida de un segundo con parámetros basados en las características ya no del movimiento de la Tierra, como antaño, sino de las transiciones acontecidas en el interior de los átomos. En el Sistema Internacional de Unidades, un segundo se define como “la duración de 9.192.631.770 oscilaciones de la radiación emitida en la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del isótopo 133 del átomo de cesio a una temperatura de 0 kélvines”. ¿A quién sorprenderá que ni los consejeros de Julio César ni los de Gregorio XIII hubieran tenido en cuenta una menudencia como esta?
Pues bien, la ínfima disconformidad entre el año astronómico solar y el número de segundos que, según la definición científica, debería contener causa problemas en esta sociedad nuestra, tan hipertecnologizada. A la Iglesia católica no le importaría demasiado, pues no influye en la fecha de sus festividades, pero sí a los seres oraculares de la modernidad, los instrumentos de altísima precisión que circulan por el mundo y fuera de su atmósfera. Para corregir el desacuerdo y sincronizar los calendarios civiles con la ciencia se ha dado en incluir un segundo bisiesto, mejor llamado intercalar, que permita acompasar el tiempo de los relojes atómicos ultraprecisos con el día solar medio, sujeto como está a cierta variación por mor de las mareas y otros fenómenos naturales que afectan a la rotación terrestre. Así, cuando lo ordena la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París, normalmente un 30 de junio o un 31 de diciembre, transcurre un minuto que tiene 61 segundos. Ahora, quién podría sospecharlo, el segundo bisiesto es motivo de conflictos y nuevas disonancias y no son pocos los que apuestan por hacerlo desaparecer.
- Referencias:
- Como referencia se aconseja el artículo de Wikipedia titulado “Cambio al calendario gregoriano” (es.wikipedia.org/wiki/Cambio_al_calendario_gregoriano). El artículo “Calendario gregoriano” (www.significados.com/calendario-gregoriano/#:~:text=El%20calendario%20gregoriano%20es%20el,en%20el%20a%C3%B1o%2046%20a) recoge con detalle las características de esta forma de datación, su historia y sus años de convivencia con el juliano. Sobre el segundo intercalar sirve de base el artículo de Wikipedia (es.wikipedia.org/wiki/Segundo_intercalar). La posibilidad de que se abandone esta solución se ha abordado en artículos como el recogido en el diario El País con el título “Los responsables de medir el tiempo quieren ‘jubilar’ el segundo ‘bisiesto’” (https://elpais.com/ciencia/2022-12-13/los-responsables-de-medir-el-tiempo-quieren-jubilar-el-segundo-bisiesto.html).