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La triste historia del cerebro de Einstein


Me interesa menos el peso y las circunvoluciones del cerebro de Einstein que la casi certeza de que personas de igual talento vivieron y murieron en talleres y en campos de algodón
Stephen Jay Gould

Parte del estereotipo del “científico loco” procede del aspecto físico, libre y desaliñado, de Albert Einstein. Sin embargo, y pese a sus inevitables rarezas, no era este un prodigio de excentricidad. Al contrario, llevó una vida razonablemente sana e integrada en su entorno social. Cuando al final de la misma supo de las intenciones de algunos investigadores de buscar en sus neuronas las claves de su genio, pareció desentenderse un tanto del asunto. Acaso ese desinterés alentara una de las historias más macabras de la ciencia contemporánea: el destino peripatético del cerebro de Einstein.

Este revolucionario de la física murió el 18 de abril de 1955 en el Hospital de Princeton, a los 76 años de edad, víctima de un aneurisma aórtico. Siguiendo sus instrucciones, su cuerpo fue incinerado y sus cenizas esparcidas en un lugar que ha permanecido en secreto. Sin embargo, no todos sus restos mortales se perdieron. El patólogo Thomas Harvey, responsable de la autopsia, le extrajo el cerebro antes de que el cadáver fuera trasladado al crematorio.

Pasaron cuarenta años sin que aquella usurpación produjera resultado alguno. Cuando, a finales de la década de 1970, el reportero Steven Levy, del New Jersey Monthly, recibió de su jefe el encargo de averiguar lo que había sucedido, encontró la víscera de Einstein aún en la casa de Harvey, guardada en un frasco de su vivienda en Kansas dentro de una caja de cartón. El patólogo la había troceado en 240 secciones, algunas de las cuales distribuyó entre varios grupos de neurólogos. También había fotografiado y medido con esmero todas sus características físicas. Los primeros trabajos neurocientíficos al respecto no arrojaron, empero, novedades significativas.

En 1985, la revista Experimental Neurology publicó las conclusiones de un trabajo del grupo dirigido por Marian Diamond, que había cuantificado el número de neuronas y células gliales de una parte de la masa encefálica de Einstein: el sabio tenía menor cantidad de ambas que los ciudadanos “normales”, lo que llevó a los investigadores a concluir que su “necesidad metabólica” tal vez lo llevara a alimentar una mayor actividad interneuronal. En otro artículo publicado en 1996 en el mismo medio simplemente se expusieron el tamaño y el grosor de la corteza cerebral: con solo 1.230 gramos, el cerebro de Einstein era claramente inferior a la media de la especie humana (1.400 gramos). Ello suponía, según Diamond, que la densidad de neuronas en el autor de la teoría de la relatividad era mayor de lo habitual, una posible (y endeble) pista de su genio.

Ese mismo año, el doctor Harvey ofreció el cerebro a la Universidad de Hamilton, en Ontario, para que se realizaran nuevas investigaciones. En este centro canadiense trabajaba la doctora Sandra Witelson, quien había creado tres lustros atrás un “banco de cerebros” que sumaba ya más de cien ejemplares. En 1999 Witelson concluyó en un artículo publicado en The Lancet que el de Einstein tenía un lóbulo parietal un 15% mayor de lo corriente, un hecho que calificó de excepcional en sus amplios estudios de neurobiología. Además, carecía de la habitual cisura de Silvio, una hendidura característica del córtex. Tal vez allí radicara, suspiraba el artículo, la fuente de su genialidad. Harvey, aún custodio del frasco con los fragmentos del tejido a sus 86 años de edad, firmó el trabajo como el tercero de sus autores.

A la fecha de hoy, los avatares del cerebro de Einstein no han terminado. Todavía sometido a inacabables estudios por resonancia magnética y otras técnicas de imagen, reconstruido en versión animada para la televisión británica por un equipo de la Universidad College de Londres, expuesto trozo a trozo a infinidad de operaciones de pesada, calibrado, observación y medida con reglas, balanzas y microscopios, este “objeto místico”, como lo definiera Roland Barthes, sigue resistiéndose a mostrar sus secretos. No todo ha sido elogios a este celo investigador. Tan “arrogante, irrespetuosa y hasta poco científica búsqueda en un pedazo de cerebro de dónde está la relatividad”, en palabras del neurobiólogo argentino Pablo Argibay, remite incluso a la insana obsesión por la medida que llevó a Francis Galton, fundador de la eugenesia, a cuantificar todo lo que lo rodeaba, incluidas las curvas de las mujeres de su entorno.

La truculenta peripecia del cerebro de Einstein parece, en todo caso, una imagen especular del triste episodio que terminó con la vida de otro insigne genio de la ciencia. Antoine-Laurent de Lavoisier, fundador de la química moderna, descubridor del oxígeno y artífice del sistema de nomenclatura de los elementos naturales, perdió el suyo de la manera más cruel: murió en la guillotina durante el Terror francés posterior a la revolución de 1789 por haber traicionado el ideal revolucionario. El astrónomo Joseph-Louis Lagrange resumió la dimensión de la tragedia un día después de la muerte del químico: “Ha bastado un instante para cortar esa cabeza y harán falta cien años para que surja otra igual”. Casi los que transcurrieron hasta que Einstein vino al mundo en la ciudad alemana de Ulm, a orillas del Danubio.

Referencias:
Esta historia es un extracto del artículo “Genios excéntricos” publicado en www.acta.es/medios/articulos/cultura_y_sociedad/037041.pdf. En la revista National Geographic se refieren los avatares de estos restos en un artículo online titulado “El robo del cerebro de Einstein” (https://historia.nationalgeographic.com.es/a/robo-cerebro-einstein_15800). En inglés puede consultarse “The strange afterlife of Einstein’s brain”, con fotografía incluida del cerebro (www.bbc.com/news/magazine-32354300).

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