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Darwin y la sopa de tortuga


Un científico no debe tener deseos ni afectos, sino un corazón de piedra
Charles Darwin

En algunos ambientes científicos circula la broma de que los zoólogos, para depurar el conocimiento de las especies que son objeto de su estudio, terminan por comérselas. Acaso sea una leyenda injusta, pero según las crónicas no fueron pocos los excelsos descubridores de lo ignoto que probaron sin recato el sabor de sus hallazgos. De ellos, entre los más citados estuvo Charles Darwin, uno de los padres de la teoría de la evolución.

Se dice que el insigne naturalista fue, durante su estancia en Cambridge, miembro del Club del Gourmet que, según rezan las fuentes, tenía como divisa “devorar aves y bestias que nunca antes hubieran sido conocidas por paladar humano”. Al parecer, las andanzas culinarias del grupo dieron abruptamente a su fin tras intentar zamparse un cárabo común cuya carne, de un “sabor indescriptible”, les provocó una cruel indigestión.

Cuando Darwin zarpó en su célebre viaje a bordo del HMS Beagle que lo llevó a sentar las bases de su hipótesis de evolución, tal vez no fuera la perspectiva de paladear nuevos sabores la que más lo motivara. Ello no obstó para que, a lo largo de tan interesante e iniciático viaje, se aprovechara de las circunstancias para dar buena cuenta de una larga sucesión de platos exóticos: carne de puma con regusto a venado, iguanas, avestruces, estofado de armadillo “semejante al pato” y cuantas aves, reptiles y mamíferos raros se pusieran a su alcance. Además de clasificarlos taxonómicamente con toda pulcritud, se dedicaba a palparlos, olerlos, cocinarlos, trocearlos y degustarlos. Un análisis de lo más completo de sus cualidades físicas, químicas y organolépticas.

La llegada a las islas Galápagos, un punto de inflexión en su carrera y en sus reflexiones posteriores, le abrió nuevos horizontes tanto científicos como gastronómicos. Sus anotaciones sobre los cambios en la forma y tamaño de los picos de los pinzones resultaron esenciales para sus estudios posteriores, y no menos la variopinta observación de las distintas especies de tortugas gigantes de duros caparazones que deambulaban por doquier. Tal fue su entusiasmo que, además de estudiarlas, se comió junto a los otros navegantes casi una cincuentena de ellas, en sopa y en filetes, después de cargarlas vivas en el barco a modo de granja móvil con que cubrir una opulenta travesía.

La fama como zoófago del famoso investigador, exagerada o verídica, resuena en nuestros días. Cada 12 de febrero, fecha de su nacimiento, en muchas universidades y centros científicos se celebra el Día de Darwin, cuyos simposios, encuentros, discursos y otros motivos solemnes conmemoran con boato su figura. Lejos del oropel, uno de los más lúdicos y sardónicos de los actos organizados en su honor es el “Phylum Feast”, una cena cuyo reto es comerse, debidamente aliñada, la más diversa combinación de ejemplares de tantos filos de plantas y animales como sea uno capaz de soportar.

Referencias:
Como referencia lúdica, puede consultarse el artículo del ABC “Charles Darwin, el científico que se comió 48 tortugas gigantes” (www.abc.es/ciencia/abci-charles-darwin-cientifico-comio-48-tortugas-gigantes-201708272221_noticia.html). Una mordaz entrada en Internet celebra estos hábitos gastronómicos con un título provocador: “Charles Darwin no solo descubrió muchas especies, también se las comía” (https://allthatsinteresting.com/charles-darwin-glutton-club). Jessie Rack, de la Universidad de Connecticut y especialista en salamandras, se recrea en los gustos culinarios del biólogo en su artículo “Dining Like Darwin: When Scientists Swallow Their Subjects” (“Cenar como Darwin: cuando los científicos se tragan sus estudios”, www.npr.org/sections/thesalt/2015/08/12/430075644/dining-like-darwin-when-scientists-swallow-their-subjects).

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