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Serendipia


La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando
Pablo Picasso

Una muestra olvidada en un cajón, la contaminación accidental con un hongo de una placa de bacterias, la imprevista iluminación de una pantalla fluorescente, un fallo al fabricar una cola para papel. Todos son ejemplos de descubrimientos felices y azarosos en el campo de la ciencia y la tecnología: el fenómeno de la radiactividad, los antibióticos, los rayos X, los pósits coloridos con que colocamos notas en nuestros apuntes o en las pantallas de los ordenadores, forman parte cotidiana e importante del mundo de hoy en día.

El diccionario de la RAE los llama serendipias, “hallazgos valiosos que se producen de manera accidental o casual”. En realidad, este término es un calco moderno del inglés serendipity, versión culta del vocablo que en español vulgar se interpreta como chiripa (carambola, casualidad favorable, la RAE dixit). Uno de los ejemplos más célebres de serendipia fue el protagonizado por Wilhelm Conrad Röntgen, físico e ingeniero alemán que resultó bendecido por la suerte mientras realizaba estudios con distintos tubos de rayos catódicos y electrones. Un papel pintado con cierto contenido de platinocianuro de bario presente en la habitación empezó a emitir una luminiscencia inesperada, que se mantenía incluso tras tapar el tubo emisor de trabajo con cartón. Röntgen supo agradecer la buena fortuna de haber descubierto un nuevo tipo de rayos, a los que llamó X por lo misterioso de su esencia. Aquel golpe del destino le valió el primer Premio Nobel de física de la historia, concedido en 1901. Hoy los rayos X, o Röntgen, forman parte indispensable de las pruebas de diagnóstico médico en la vida cotidiana y son útiles en numerosos campos de la ciencia y la industria.

La estela del físico alemán alcanzó a otro afortunado de la historia. Animado por aquel éxito, el francés Henri Becquerel quiso profundizar en el fenómeno de la fosforescencia con la esperanza de encontrar alguna relación entre este fenómeno y los rayos fantasmagóricos de Röntgen. Se decidió por el uranio, un material generador de luminiscencias, con la esperanza de registrar ecos de luminosidad de sus piezas en placas reveladas tras haberlas expuesto durante un tiempo al sol. Una semana nubosa de febrero en París interrumpió su experimento, ante lo cual Becquerel optó por guardar la muestra en un cajón en espera de que volviera el buen tiempo. Al recuperarla pasados unos días descubrió, para su sorpresa, que la placa olvidada aún retenía la imagen del cristal de uranio. No se trataba de mera fosforescencia, sino de la primera constatación de la existencia de la radiactividad natural.

La varita mágica de la medicina tocó a Alexander Fleming para uno de los hallazgos de mayor relieve de los últimos siglos. En 1928, en un receso en sus trabajos, partió de vacaciones y olvidó una placa de cultivo bacteriano sin limpiar. En su ausencia, un hongo decidió instalarse en ella y destruyó sin más a los ufanos estafilococos que habitaban allí. Así lo supo Fleming al regresar a su laboratorio: aquel “jugo de moho” tenía el poder de destruir a los agentes causantes de un gran número de enfermedades. Tras identificar al hongo como un miembro del género Penicillium, terminó por bautizar a la sustancia sintética que él mismo preparó como penicilina. Por supuesto Fleming, como Röntgen y Becquerel, vio reconocida su buena ventura con un Premio Nobel y el agradecimiento de media humanidad.

Quizá no toda la población humana, pero sí al menos los administrativos, docentes y estudiantes y los aficionados a tomar notas en sus libros y apuntes, deberían honrar a Spencer Silver, un químico de los laboratorios 3M que buscaba un pegamento de gran fuerza adhesiva para la industria aeroespacial. En uno de sus intentos fallidos consiguió todo lo contrario: una cola endeble que se desprendía con gran facilidad sin que quedaran restos en la superficie aplicada. Lejos de desanimarse, durante varios años utilizó su fiasco en los tablones de anuncios como sustituto de los manidos corchos y chinchetas. Un día, en un domingo de pía inspiración, su colega Arthur Fry, harto de que se le cayeran los papelitos con que marcaba las páginas de su devocionario, recordó el pegamento de Silver y, espoleado por la inspiración divina, o acaso por puro tedio entre los rezos, decidió perfeccionar aquel invento. Fabricó un “adhesivo provisionalmente permanente”. Hoy el post-it, o pósit, surgido de tan extraños templos de la tecnología, se ha ganado un espacio merecido en oficinas y hogares de casi todo el planeta.

Referencias:
En los artículos en abierto de la editorial Elsevier se puede consultar una revisión muy didáctica de los experimentos de Röntgen (www.elsevier.es/es-revista-revista-argentina-radiologia-383-articulo-wilhelm-conrad-roentgen-el-descubrimiento-S0048761916301545). La historia del descubrimiento de la radiactividad puede encontrarse en la página www.thoughtco.com/henri-becquerel-radioactivity-4570960. Este hallazgo se ha recreado en una breve presentación en inglés en YouTube (www.youtube.com/watch?v=-0Mg8Bu07fI). La versión digital de National Geographic sobre historia refiere los avatares de “Alexander Fleming, el padre de la penicilina”, en https://historia.nationalgeographic.com.es/a/alexander-fleming-padre-penicilina_14562. La historia del pósit ha sido recreada en los archivos de RTVE (www.rtve.es/noticias/20130922/como-se-inventaron-notas-adhesivas/749100.shtml).

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