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Arquímedes
Cuenta la leyenda que, allá por el siglo III a.C., el tirano de Siracusa, Herón II, reclamó un día del sabio Arquímedes que determinara si una corona que había encargado el soberano era realmente de oro puro, como pretendía el orfebre hacedor. Herón añadió como condición que la corona no sufriera daño alguno en la prueba. Arquímedes puso a funcionar su cerebro clarividente y afiló el ingenio para encontrar una solución.
Al fin, según narra el relato, le iluminaron los dioses mientras se encontraba dentro de la bañera. Reflexionando sobre el volumen de agua que desplazaba su propio cuerpo, ideó un procedimiento tan astuto como infalible: pensó que el peso de agua desplazado debía ser igual al de la parte sumergida de su cuerpo. ¡Ahí estaba la clave! Si introducía la corona en un balde de agua, podría medir exactamente su masa por la cantidad de líquido desplazado, el que ascendía por los bordes. Solo habría que encontrar una pieza de oro puro que tuviera exactamente el mismo peso que la corona: tal pieza habría de desplazar exactamente el mismo volumen de agua que la joya. Si los volúmenes desalojados de líquido no eran iguales, la corona sería falsa.
Espoleado por un descubrimiento tan genial como repentino, prosigue la leyenda, Arquímedes saltó fuera de la tina y corrió desnudo hacia palacio mientras gritaba: “¡Eureka!”. La prueba demostró que la corona tenía una parte impura añadida al oro y que el orfebre, por tanto, había mentido.
Casi nadie duda de la autenticidad del ingenioso razonamiento usado por Arquímedes para desenmascarar al falsario. Sin embargo, la escena de la impetuosa salida del baño, como la célebre historia de la manzana de Newton, más parece un adorno literario tan falso como la corona que Arquímedes había intentado autenticar.